La simplificación excesiva del problema suele frustrar excesivamente la solución. La realidad se encarga de desbaratar el pensamiento mágico y el transcurso de los años, de crear la falsa convicción de que las cosas tienen los vicios que tienen y no pueden cambiar. De esto sabe la Justicia penal condenada a chocar infinitas veces contra la imposibilidad de investigar como corresponde y, por ende, de resolver en tiempo y forma los conflictos que recibe a paladas. Fiscales, defensores y jueces trabajan a sabiendas de que el sistema está colapsado: “no podemos seguir así”, se sinceró la fiscala Adriana Gianonni en octubre. La saturación del fuero expone a la sociedad al delito sin castigo, e incentiva el desarrollo y consolidación de la criminalidad organizada.
Un rasgo del colapso es la selectividad manifiesta del proceso penal, que, como observó el año pasado el camarista Carlos Caramuti, se “ensaña” con los marginales adictos, y se declara impotente respecto de la delincuencia “inteligente” y con poder de impunidad (¿será por eso que los pasillos de los Tribunales de la avenida Sarmiento reproducen el ambiente angustiante de las villas miserias?). Las penitenciarías no dan abasto, pero el crimen no retrocede. Esa paradoja expresa de alguna manera la complejidad del problema que entrampa al fuero penal y por qué no alcanza con una solución parcial.
No se trata sólo de ampliar y mejorar las cárceles (política que sí hace falta y mucho); o de democratizar la Policía (cosa que el Gobierno aparentemente no quiere o no sabe hacer); o de modernizar la anquilosada investigación preparatoria del juicio oral (como pretendió la Corte el año pasado con su fallido -aunque atractivo- plan piloto); o de ampliar el staff de magistrados y funcionarios constitucionales; o de crear el Ministerio Público de la Defensa; o de habilitar la mediación y conciliación penales, y configurar una política criminal a partir de la determinación de prioridades; o de adoptar alguna versión del juicio por jurados; o de conformar una fuerza científica… Se trata, según los expertos, de diseñar un plan magistral donde, de alguna manera, confluyan estos y otros abordajes.
Y cuando eso está o parece cerca de suceder, porque desde hace seis meses se reúne una comisión integrada por representantes de los tres poderes y de la abogacía con la misión de elaborar una propuesta integral de reforma para el fuero penal, el Gobierno desenfunda de súbito una idea vieja, y anuncia que los Tribunales provinciales intervendrán en el tráfico y comercialización de estupefacientes de escala pequeña. O sea, más delito menudo y más causas que requieren de gran esfuerzo investigativo, pero que, en principio, no mueven el amperímetro de la lucha contra el narcotráfico y, por aplicación del fallo plenario “Díaz Bessone” (2008), no necesariamente suponen dealers tras las rejas.
El gobernador verbalizó su pensamiento mágico sin tener el visto bueno de la Justicia, y sin precisar si el adosamiento de expedientes irá acompañado de recursos y de un diseño institucional a la altura de las circunstancias. Aunque luego la secretaria Carolina Vargas Aignasse atenuó el tono de la decisión, esta descolocó a la Corte Suprema -cuya mayoría y presidente recién se reintegra mañana-, al alicaído Ministerio Público y a la comisión bienintencionada que preside el legislador ultraoficialista Marcelo Caponio. La persecución penal de la venta de droga al por menor (o para consumo) ha fracasado en la Justicia Federal quizá porque ese fenómeno gravísimo excede la capacidad extremadamente limitada del sistema judicial. Si persiste la simplificación del problema, la solución volverá a zozobrar. Las cosas tienen los vicios que tienen y no cambian por la inercia y el autoboicot; porque falla la estrategia, y porque aquí y en China los intereses creados tienden a conservar el desorden establecido.